miércoles, 16 de mayo de 2012

De vuelta, desde Buenos Aires - y reflexionando sobre cosas aparentemente obvias


He estado posponiendo el sentarme a escribir sobre todo lo que he vivido en los meses pasados, a ciegas del por qué. En varias oportunidades he pensado que se debe a una manía hasta ahora no escudriñada de procrastinar. Sin embargo, creo haberme dado cuenta hoy de que en realidad no es una razón tan fortuita. Hay algo más. Y me he dado cuenta de que no sólo he estado posponiendo escribir, sino también muchas otras cosas de importancia, todas por la misma razón: una ansiedad social que me ha estado consumiendo por años. Sí, tal vez más de uno entre quienes me conocen levantará una ceja sin querer dar crédito a lo que digo, aunque me he cansado de repetirlo: soy, en esencia, tímido. Pero no acaba en mera timidez lo mío, no vayan a creer. Soy también profundamente inseguro, y uno de mis mayores temores es decepcionar a alguien -a quien sea-. Y ese temor a decepcionar salpica e invade cualquier actividad, desde escribir en mi propio blog hasta vivir como se me antoje, obligándome a pensar quince veces antes de escribir cada palabra para terminar no escribiendo nada, y lo mismo con todo.

Parece una idiotez, pero hasta hoy me doy cuenta. Hasta ahora he venido enmascarando esa timidez, esa inseguridad y ese terror irracional a decepcionar a los demás tras una extroversión forzada y auto-impuesta. No sé si he tenido éxito, la verdad a ratos pienso que sólo he logrado ser percibido como arrogante y, en último término, como alguien insoportable, pero eso ya es otro asunto. Lo que me atañe en este momento es explorar el por qué de esos miedos, el por qué han tomado control de semejante manera. Inevitablemente, cuando uno se enfrenta a un descubrimiento de estas dimensiones (no se rían, para mí realmente es un descubrimiento grande, muy grande), lo primero que viene a la mente es rebobinar, irse tan atrás como sea posible para ver dónde empezó la tortura auto-infligida. Obvio, lo más rápido es retroceder hasta la infancia y echarle la culpa a los padres.

¡Uy! ¿Pero en qué me estoy metiendo? Ya voy a empezar a hablar de pasados remotos (bueno, ni tan remotos) que no pueden ser analizados de manera objetiva. Ya voy a empezar a hablar de cómo mi papá pretendía que yo fuese perfecto (por aquello de que Cristo dijo que uno debía ser perfecto como el Padre celestial es perfecto), y de cuántas lágrimas me sacó -y, supongo, de alguna manera me sigue sacando- por no serlo. O voy a asirme de mi educación católica (que no requiere mucha explicación para que entienda el mundo cualquier sentimiento de culpa posible, en esta vida y al menos cinco vidas futuras). Ya voy a empezar a buscar el culpable... Esta ruta es peligrosa, y para ser honesto conmigo mismo, muy injusta. Es tan simple como entender que mi papá es, ni más ni menos, un ser humano. Tan imperfecto como yo. Eso es algo que entendí bastante temprano en la vida, así que no puedo caer a estas alturas en la soberana ridiculez de echarle la culpa de mis temores actuales. Lo mismo va con el catolicismo, del que tomé lo que me sirvió y me sirve y evidentísimamente deseché lo que no.

¿Por dónde sigo? El pasado no parece un buen lugar. Y ahora que lo escribo (¡caramba! esto de escribir de verdad puede ser revelador y catártico), creo que otro de mis males, que obviamente refuerza la ansiedad social, es que sobre-analizo TODO. ¿Qué hago yo buscando el por qué? ¿Qué gano? No voy a resolver esto rápido si me estanco en buscar razones que luego yo mismo voy a rebatir con argumentos aparentemente racionales (aunque tal vez muy en mi interior sepa que de racionales no tienen nada). ¿Qué ruta transitar? Creo que lo más sano, para mí y para ustedes (que ya deben estar aburridos de tanta ida y vuelta), es que comience por el final: no me la calo más. Tengo el firme propósito de asumir quien soy, con todos mis problemas, inseguridades, carencias, excesos (esa es la parte divertida, de esos nunca me avergüenzo), y para colocar la cereza del pastel, me comprometo firmemente a dejar de analizar si decepcioné, decepciono o decepcionaré a alguien. A final de cuentas, cada quien se creó sus expectativas solito o solita (con algo de ayuda mía, es verdad, pero... bueno, no quiero esa responsabilidad y no la tomo... ya, ¿ven qué fácil?). Tal vez, he de reconocer, toda esta actitud de I-don't-give-a-damn no es más que otra artimaña de mi mente para volverme a componer la misma máscara de la que hablaba... Pero en el fondo creo que no es así, porque estoy confesando abierta y públicamente que I DO GIVE A DAMN! Sólo quiero seguir adelante sin que esa give-a-damn-itud me continúe afectando en mis relaciones sociales, públicas, privadas, interpersonales, económicas y globales.

Entonces, volvamos al principio. ¿En qué estaba? El motivo original de esta nota es que he estado posponiendo escribir sobre mi partida de Venezuela. Después de muchos años de planificación (o, más correctamente, de correr la arruga por temor), sucumbí a una tentación que había tenido desde niño. No crean que estoy quitándome la edad: cuando el régimen político venezolano actual se instaló ya mis años de párvulo habían quedado atrás, atrasísimo. Pero resulta que esa idea de emigrar se me había instalado mucho antes, y si me pongo a hurgar el cuándo, creo poder llegar a mi más tierna infancia, cuando mi tío más querido se fue a estudiar a Bélgica, y yo, todo amor y admiración por él y su bohemio estilo de vida, fantaseaba con esos países y parajes que no había oído nombrar hasta entonces.

Conforme pasaron los años, esa fantasía se convirtió en sueño, el sueño en deseo, el deseo en planes fallidos, los planes fallidos en determinación... Y aquí estoy. A tres meses en Buenos Aires, no me he arrepentido.

Obviamente, hay mucha tela qué cortar en todo esto. Comenzando por quienes han pensado que me fui como parte de la oleada migratoria desatada por el gobierno actual, y pasando por el infame video de #MeIríaDemasiado -que, como tema, me parece algo gastado ya-, hasta quienes siguen pensando que la decisión no fue la más correcta. Pero esa tela no la voy a cortar yo, les dejo a libre elección agarrar sus tijeras y comenzar por su cuenta. Baste decir que no me fui huyendo, sino buscando, y buscando bastante. El tiempo dirá si lo que busco lo encuentro aquí, en otro lugar, o si, como Ángel la niña de las flores, terminaré encontrando la flor de los siete colores cuando retorne a mi origen, luego de haber recorrido innumerables lugares y tejido innumerables historias. Por ahora estoy aquí, y por ahora lo estoy disfrutando un mundo.

Mi próximo e inmediato objetivo es hacer nuevos amigos. En eso, créanme, puede ser una pesadilla volver empezar, pero se hace mucho peor con las limitaciones que impone la ansiedad social que ya describí... Una razón más para asumir el reto de dejarla atrás y mostrarme como mi versión mejorada: tímido, inseguro y defectuoso, pero feliz. Y para los amigos que ya tengo (y que, lejos de olvidar, me importan más y más cada día), también quiero asumir, como parte de este proceso, el compromiso de ir contando más a través de estas páginas, con más detalles y mayor frecuencia, pero no les quiero decepcionar, así que cuidadito con las expectativas :)