lunes, 19 de noviembre de 2018

Pose: La cultura del ball, de la periferia al mainstream


Pose. Estados Unidos, 2018 (1ª temporada). Dirección: Ryan Murphy. Guión: Ryan Murphy, Steven Canals, Brad Falchuk. Fotografía: Nelson Cragg. Música: Mac Quayle. Con Evan Peters, Mj Rodriguez, Dominique Jackson, Billy Porter e Indya Moore.

En su nueva serie Pose, el creador y productor de éxitos televisivos como Nip/Tuck, Glee, American Horror Stroy y American Crime Story, Ryan Murphy, visita la cultura del ball neoyorkino de los años ochenta. No es una cultura fácil de explicar para los menos avezados: el ball es una escena festiva que en aquellos años reunía a personas transgénero, travestis y gays, generalmente afrodescendientes y latinos, en torno a desfiles en los que vivían la fantasía de ser parte de un sistema que los relegaba a la periferia. La consigna era emular el estilo de vida que las revistas y la televisión vendían como lo socialmente deseable, a saber, ser blanco, rico, famoso, y así calzar en los estereotipos sociales de éxito y sentir orgullo en la expresión de sus sexualidades. De ese modo, se agrupaban en torno a subgrupos de pertenencia, o “casas”, lideradas por figuras “maternales” que les guiaban y velaban por su éxito, tanto personal como en el circuito de balls.
Pose explora la abigarrada gama de temas que subyacen tras esa cultura a través de distintas tramas que se entrecruzan. Blanca (Mj Rodriguez), cansada de los maltratos de su “madre”, Elektra Abundance (Dominique Jackson), decide liberarse y abrir su propia “casa”, adoptando como identificativo el apellido de la supermodelo Linda Evangelista. Recluta, entonces, a un grupo de jóvenes talentosos que tienen en común el abandono de sus familias, la miseria, y el hambre –de alimento, de éxito y de afecto-: Angel (Indya Moore), una chica transgénero que vivirá una aventura con un aspirante a ejecutivo de las empresas Trump interpretado por Evan Peters; Damon (Ryan Jamaal Swain), un adolescente gay que aspira a convertirse en bailarín profesional, y su novio Ricky (Dyllon Burnside); y Lil’ Papi (Angel Bismark Curiel), un chico latino que trafica drogas a escondidas de Blanca.
La feroz competencia entre la casa de Abundance y la de Evangelista sirve como marco a historias de amor, traición, sexo, amistades cuya lealtad se sobrepone a cualquier circunstancia adversa, y una enfermedad, el SIDA, que pende cual espada de Damocles sobre las cabezas de todos.
La puesta en escena es fiel a la estilística que se ha hecho familiar en las producciones de Murphy. La fotografía es cuidada con celo cinematográfico, y en esta oportunidad la filmación adopta una estética cercana al vérité, con colores saturados y ocasionales tomas de efecto granulado que bien parecen filmadas en 16mm. Destaca también el rol de la banda sonora, apoyando la creación del universo de los 80s y las articulaciones temáticas que son igualmente recurrentes de sus series anteriores: la importancia de la familia (real o adoptiva), la crítica a los estándares de belleza, y la simpatía por personajes aparentemente desvalidos que exudan confianza y, ultimadamente, triunfan.  
Uno de los puntos que más se ha comentado sobre la producción de Pose es que su cast está compuesto por varios artistas nuevos y emergentes transgénero, una oportunidad que la comunidad trans ha estado demandando por años para contar sus propias historias. Con Jackson, Rodriguez y Moore a la cabeza, las eficientes actuaciones logran el cometido de darle a la serie un barniz de autenticidad y compromiso con la historia LGBTQ+, al tiempo que deslastran a los roles protagónicos del carácter supuestamente valiente u osado que suele endilgarse a los actores cisgénero cuando interpretan a personajes transgénero.
Sin embargo, la manera en que Pose aborda su objeto de referencia no deja de sentirse artificiosamente complaciente. Cuando Jennie Livingstone exploró el universo del ball en el documental de 1990 París en llamas, referencia innegable de la teleserie que nos ocupa, presentó al resto del mundo a un colectivo que disfrazaba de fiesta su profunda miseria, su definitiva marginalidad, y su fatídico destino. Maquillar una realidad tan dura no era una opción. Adelantemos casi 30 años, y de pronto la magia de la televisión hace posible un final feliz para todos estos personajes. Sus historias son simplificadas y sus dramas solucionables a tiempo para los comerciales. Como señala el filósofo coreano Byung-Chul Han en La Expulsión de lo distinto, el capitalismo en su fase más actual se ha encargado de absorber la rareza de lo distinto y convertirla en un producto tibio de fácil consumo: “Lo que constituye la experiencia en un sentido enfático es la negatividad de lo distinto y de la transformación. Tener una experiencia con algo significa que eso «nos concierne, nos arrastra, nos oprime o nos anima». Su esencia es el dolor. Pero lo igual no duele. Hoy, el dolor cede paso a ese «me gusta» que prosigue con lo igual”.
Así, en Pose es posible, por ejemplo, que Blanca rente un departamento inmenso para acoger a sus protegidos, les alimente, y hasta les procure una educación, sin otra fuente de ingreso que su trabajo de manicurista. O que los efectos devastadores del SIDA puedan esperar hasta la próxima temporada, o tal vez más, para que las tramas de todos los personajes puedan cerrar satisfactoriamente. Es televisión, sí. Se supone que sea entretenida, sí. Pero cuando tanta complacencia con el público masivo pone en riesgo la verosimilitud, cabe preguntarse si realmente se le hace un favor a la comunidad LGBTQ+ al contar su dura historia con disfraz de cuento de hadas.