jueves, 30 de abril de 2009

¡Señor, dame paciencia!

Uno de los recuerdos de mi niñez que más gracioso me resulta, conocido por varios de mis amigos más cercanos (y el indiscutible favorito de Irene, la voz de mi conciencia), es el que he llamado "el cuento de los barrilitos de paciencia". Tendría yo unos 4 ó 5 años, y mi madre en su infinita sabiduría me tenía prohibida la entrada a un área separada de la cocina donde estaban la lavadora, la secadora y los causantes de la prohibición: los productos de limpieza. Todo aquello que debiera ser mantenido "fuera del alcance de los niños" iba a parar a aquel rincón. Como es de suponer, yo no tenía la menor idea de qué era lo que se escondía en la zona prohibida, y cualquier intento de acercarme a esa área era interceptado de inmediato por un regaño de mi usualmente dulce madrecita.


Ahora pongamos esa parte del cuento a un lado por un momento. En aquellos remotos tiempos (ni tan remotos, la verdad), ya era yo todo un experto en los deliciosos artes de la exasperación... Bueno, la verdad era sólo un niño, y eso es lo que los niños hacen. Pues bien, cada cierto tiempo, y como producto de horas de mi comportamiento exasperante, mi madre miraba hacia el cielo -o, más bien, hacia el techo-, juntaba las manos en ademán de rezo -o tal vez conteniendo una merecida nalgada-, y soltaba aquella frase cargada de frustración que hasta el sol de hoy recuerdo vívidamente: "¡Señor, dame paciencia, que ya se me terminó!".

Por supuesto, escuchar esa frase era para mí un anuncio de apocalipsis por venir, pero por razones que mi madre jamás hubiese imaginado. Y es que la pobre partía de tres premisas fundamentalmente erróneas: 1) que yo entendería que el fulano "Señor" no era otro sino Dios; 2) que yo sabía lo que significaba la palabra "paciencia"; y 3) que yo interpretaría que toda esa frase hecha significaba que me estaba "portando mal".

Se preguntarán todos qué era lo que pasaba por mi cabecita cuando escuchaba aquella sentencia/petición. Pues fíjense que tenía yo una imaginación maravillosa, e interpretaba todo aquello que no entendía con mucha lógica. ¿Paciencia? Ni idea de cómo sería aquello, pero por su connotación, debía ser algo que le diera energía a mami, y por ende debía venir en barrilitos similares a la espinaca de Popeye. ¿Y dónde guardaba mi mami los barrilitos de paciencia, si yo jamás los había visto? Lógicamente, en la "zona prohibida", ¿recuerdan? Obvio, igual que las espinacas, la paciencia era un recurso que se agotaba, y mi madre debía llamar al "Señor" que, cual vendedor Electrolux, iba de puerta en puerta repartiendo los barrilitos (y era evidente que el repartidor debía vivir en el piso de arriba, por ello la mirada de mi madre hacia el techo).

Entonces, ¿cómo es que de aquella cantidad de maquinaciones de indiscutible lógica, pero absolutamente incorrectas, salía mi muy correcta conclusión de que algo andaba mal conmigo? Simple: aquella frase era, para mí, una acusación, y terminaba yo asustado pensando que de alguna manera se me culpaba de haberme gastado la paciencia de mami, que estaba guardada en un sitio para mí vedado. Ese sentimiento de estar siendo injustamente juzgado era suficiente para cambiar mi comportamiento. Al fin y al cabo, si pasaba inadvertido, nadie pensaría que un nené tan tranquilito pudiese haber violado regla alguna.

Sin pretender reducir mi educación infantil a un compendio de frases hechas (¡sé que mi mami lo hizo mucho mejor!), de algun modo u otro la disciplina funcionó. En algún punto del camino, supongo, comencé a entender, a llenar las palabras de significados correctos, y ciertamente no creo haber resultado tan mal hijo.

Aunque la analogía pueda parecer un poco extraña, toda esta historia me ha ayudado un poco a asumir mi falta de comprensión sobre el fenómeno político venezolano. Y quiero dejar claro que me he jurado mil veces dejar de hablar e incluso de pensar en estos asuntos, pero en este país lo que llueve es política, y tarde o temprano termina permeando hasta el mínimo resquicio.

Pues bien, se me ha dado por pensar que mi entendimiento jamás podrá asir por completo mucho de este fenómeno político por la simple razón de que, al igual que mi madre en aquellos años, estoy partiendo de tres premisas erróneas: 1) que esa "mayoría" que sigue conforme con todo el lodo que ha arrastrado el río durante los últimos diez años entiende verdaderamente lo que significa "democracia"; 2) que este país está listo para vivir en un régimen de libertades, porque su educación cívica así lo permite; y 3) que esa "mayoría" a la que me refiero comprende las consecuencias de sus acciones y elecciones en toda su magnitud.

De cualquier modo, sin importar cuán consciente esté de mi error en las premisas, me niego a apegarme a una suerte de fatalismo neo-positivista a lo Vallenilla Lanz. Me rehúso a creer en "gendarmes necesarios" y caudilluelos de pacotilla. No puedo dejar de hacer la analogía con mi madre, que eventualmente entendió que no podía vigilarme permanentemente para mantenerme alejado de ciertas cosas, y debió confiar en mi propia capacidad para reconocer ciertos peligros.

Es por eso que me empeño en pensar que la falta de orden, responsabilidad personal y conciencia cívica que históricamente han caracterizado a este país no son elementos determinantes e inmutables. El cambio de conciencia puede demorar años, décadas, siglos, del mismo modo que yo tardé en aprender muchas lecciones de mi madre. Después de todo, este país es tan joven --en materia de formación cívica-- como era yo en aquellos años.

Como Renny Ottolina, me empeño en creer en la posibilidad de que un "Buen Ciudadano" resultará de toda esta vorágine, y del mismo modo que eventualmente aprendí el significado de las frases de mi madre, este pueblo noble aprenderá a ser responsable de su destino. Y así como mi madre jamás dudó que sus lecciones calarían, yo no pierdo la fe en Venezuela y en su gente, y le doy la razón a Renny cuando mencionó que "El país es medible: la patria es del tamaño del corazón de quien la quiere".

miércoles, 29 de abril de 2009

Movie time! - "Arráncame la Vida"



Director: Roberto Sneider
Año: 2008
Escritores: Ángeles Mastretta (historia) y Roberto Sneider (guión)

Protagonistas: Ana Claudia Talancón, Daniel Giménez Cacho, José María de Tavira

**** (Hay que verla!)



Este film es un extraordinario y doloroso retrato dramatizado de la historia de América Latina. México no es más que un escenario, y los caracteres no son más que reproducciones fieles de tantos y tantos personajes que han llenado nuestros libros de historia de tinta y sangre. No es extraño que, concentrados como a veces estamos en nuestros problemas locales, quienes vivimos en estos países a veces olvidemos que compartimos un legado común que casi parece formar parte de nuestro código genético. Particularmente punzante en nuestros días la idea de que esta historia es cíclica y estamos condenados a repetir nuestro pasado ad infinitum.

Dejando a un lado las consideraciones históricas, los valores de producción igualmente merecen aplausos: un trabajo notablemente esmerado en fotografía, edición, maquillaje y vestuario, sumado a una banda sonora impecable y a unas actuaciones para saborear con calma y deleite. Ciertamente, no debería esperarse menos de un film que lleva el epíteto de “más costoso de la historia cinematográfica mexicana”, pero es una realidad innegable que el presupuesto no siempre (y más bien rara vez) es directamente proporcional al buen gusto.

Altamente recomendable.